8.3.10

EN LAS SALAS

Paseando por el Museo, que algunos conocen bien y otros descubrían por primera vez, nos sorprendimos, nos asustamos, nos divertimos y nos ensimismamos juntos.
Nos fascinaron los tamaños, los materiales, las teorías sobre el transporte y el montaje, las huellas de los procesos, el realismo de algunas piezas y los accidentes y roturas de otras.

Pero sobre todo nos gustaron las historias, tan fantásticas y tan cercanas.

Y así conocimos a Carmencita, impresionante cabeza de bebé, dormida, vista y representada por Antonio López, un abuelo enamorado de las cosas reales y cotidianas, observador del paso del tiempo.
La vimos recién nacida, con el cráneo abombado y los ojos hinchados, mayorcita y despierta, hecha con materiales y tamaños diferentes, siempre misteriosa.

Y descubrimos la obra de Blanca Muñoz que parecía tantas cosas distintas sin ser ninguna: pelotas, montañas rusas, pelusas de polvo, plantas rodantes del oeste, manojos de gafas de sol, vilanos al viento...
Llena de vacío, hecha a trozos, cambiante según nos movemos, hecha sin plan previo, con sensación de movimiento.

Nos sorprendimos con los panes y los peces de Miquel Barceló, llenos de huellas, de cortes, de golpes, de chorretones. Con su misterio de relieve, con un detrás escondido hecho a puñetazos.


Nos embelesamos frente a los esqueletos de Javier Pérez, envueltos de luces y sombras, ante una danza amorosa y macabra a la vez. Nos sentamos dentro de una especie de gran caja de música con su espejo, carrillón, bailarines y mecanismo de acción.


Nos reímos frente al Narciso de Leiro, que ya no es el ser más bello del mundo, aquel que se enamoró de sí mismo al verse reflejado, sino un ser extraño, imposible, que se asusta al descubrirse.